Las dos globalizaciones. Lógica económica e identidades virtuales

Parece que no somos demasiado consistentes al utilizar el vocabulario. Desde una perspectiva progresista, globalización es un término que no suena bien. Es sinónimo de colonización neoliberal del pensamiento, lo que ya implica todas las formas posibles, abiertas y sutiles, de sumisión de las diferencias a la lógica económica y tecnológica. Aquí hay pocas dudas: o se está a favor o en contra, porque las posturas tibias suenan a excusa y, como casi siempre, los tibios son los que salen peor parados. Por su parte, los movimientos contrarios son presa de pesadillas en las que los manifestantes difunden su mensaje por mor de los media globales y llegan a hora a su lugar de concentración gracias a la puntualidad de los vuelos cuyos billetes han sido comprados por Internet a miles de kilómetros. Soy consciente de que estoy caricaturizando el fenómeno, pero una cosa es la caricatura y otra el simplismo: se discute si los movimientos antiglobalización son excrecencias toleradas porque dan mayor pábulo al sistema democrático que los ampara, pero no tanto si las experiencias de resistencia a que dan lugar construyen identidades y tenaces sentimientos de oposición o si por el contrario las fragmentan.

¿Y que sucede con la globalización de lo social-virtual? Esta globalización, dijo el pope Berners-Lee, es la fase tercera: tras la red (NET) y la Red (WEB) debe tocarle el turno a la GGG (GlANT GLOBAL GRAPH). El Gigantesco Gráf(ic)o Global, sin embargo, hemos de suponer que no es neoliberal, pues para empezar tiene una esencia, un corazón puro (a diferencia del mercado, que lo tiene negro y peludo): este corazón se llama colaboración (anglicismo de moda para denominar a la web social, cuando tenemos un término precioso que es ‘cooperación’). Pero no sólo corazón. Además, tiene cabeza: el GGG ya no es un mero formulismo sintáctico. Sus protocolos no se limitan a conectar unidades infomativas. Ahora los artefactos compartidos en el grafo se vuelven significativos, pues estamos hablando ni más ni menos que de la Web Semántica. La Web 2.0 exigía de sus participantes cierta dosis de altruismo y un cambio de esquemas mentales que distó mucho de ser ‘global’. Y hablo en pasado porque es evidente que este paradigma está agonizando, si no ha muerto ya mientras escribo estas líneas. Porque, otra vez en términos analíticos, si no hubiera muerto ya no sería un auténtico fenómeno del sistema global-Tecnología. La muerte de la Web 2.0 es la que da sentido tanto a sus defensores como a sus detractores. Y a la vez lo que la momifica para siempre y le da derecho a ocupar su lugar eterno en la galería de los fenómenos revolucionarios. Pues en los museos del conocimiento nada muere, porque el modelo es la criogenización de todas las energías, es la detención del ritmo del cambio. Haz una prueba. Convierte algo en modelo: ya lo has aniquilado del mundo de lo real y le has dado vida eterna. Seguramente por eso Firefox se ha ido a triunfar 100 a cero contra Internet Explorer… en la Antártida.

Para que nazca, por breves momentos, la web semántica (que no es la Web 3.0., porque en ese caso presupondríamos una linealidad muy anti-grafo, y porque sus teóricos serían de talla menor si asumieran que su criatura es un mero fenómeno cuantitativo) necesitamos testimoniar la defunción de su predecesora, pues aquí, a pesar de hallarnos en el universo del buen rollito y del progresismo, nadie recuerda a Khun ni a sus paradigmas, esos que podían coexistir y cuyos triunfos se vivían sólo como momentáneos. Si la Web 2.0 exigía de sus usuarios la transparencia, con lo que parecía que la hubiera inventado el mismísimo Rousseau, la web semántica exige de los mismos su desaparición, su volatilización en el magma del significado, pues no tiene sentido la existencia de un intérprete allí donde todo se da ya interpretado: así como los megaholdings económicos aniquilan las posibles resistencias de sus altos ejecutivos convirtiéndolos en socios, disolviéndolos en su estructura, así el gigantesco grafo global pretende ahora fragmentar definitivamente la identidad de sus usuarios, pero utilizando para ello, qué curioso, la palabra contraria: la construcción de la identidad. El nuevo sentido del individuo se alcanzará mediante la participación en todos los eventos de etiquetado y significatividad en que se convertirán sus maravillosas experiencias de vida digital. Convencido de que alcanzará a conocerse de verdad cuando la máquina le devuelva su propia imagen semántica, ahora se alegrará cuando el buscador universal retorne entradas cien veces más ajustadas porque tomará en cuenta los parámetros de sentido que los humanos previamente le habrán inyectado. Y seguiremos poniendo cara de sorprendidos.

Tras mucho correr detrás del sentido, éste emergerá por fin de las máquinas de acuerdo con protocolos y microformatos, con etiquetados de precisión suiza, que darán lugar a ontologías leibnizianas, o sea alemanas, ahí es nada. Llegado el momento, los apologetas declararán haber diseñado el mejor de los mundos posibles, y en ese instante a la web semántica le dará un patatús y nos sacará a todos de un zarpazo de sus entrañas, justo cuando estábamos a punto de descubrir quiénes éramos. Al poco tiempo llegará el Grafo de Grafos, la Web 4.0. Luego la cinco cero, que será negra, tras la cual la humanidad se extinguirá entre cataclismos. En algunas antiguas profecías esto está representado por un señor con gafas grandes y cara de tonto, apellidado Gates, que traerá en su mano, según cuentan, una copia reluciente de un artefacto productor llamado ‘Windows 1.0’., que aún no se ha conseguido descrifar qué es.

Yo no sé si a la globalización económica, de derechas y con cara de perro, y a la globalización de la socialidad virtual, postrousseauniana, algo marxista (el estado da sentido al individuo) y bastante cool, con sus tonos pasteles y sus grandes botones, subyace la misma lógica. Sólo me sorprende que estemos tan en contra de una y, a la vez, tan a favor de la otra. La única explicación es que una parte del supuesto de la maldad humana y la otra del de su bondad. Si no, no me explico que el mismo concepto nos horrorice aquí y nos apasione allá. ¿Será que no se trata del mismo concepto, y entonces somos inconsistentes en el uso del lenguaje? ¿Será que no sabemos vivir sin oposiciones? ¿Será que somos simples y binarios, y que en el fondo no hallamos la manera de sacudirnos de encima las dicotomías? ¿Podemos asegurar que la construcción de la identidad virtual no significa lo mismo que su fragmentación y desaparición, y ello, a su vez, que quien ha muerto definitivamente es el sujeto de tanto cambio, pues, como en un entierro, el féretro es quien menos importa aquí? ¿Qué sucederá cuando el mundo sufra una crisis virtual de verdad? Es más, ¿se puede sufrir una crisis virtual «de verdad»? ¿De qué color son las cosas que no tienen color…?

Otro día hablaremos de ello, que ahora es muy tarde.