Discursos de poder en los centros educativos (ii): el discurso del conocimiento dominante

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Autoridad y continuidad

Este discurso basa su legitimidad en dos principios que permanecen latentes en él: el principio de continuidad (cuya expresión matriz es natura non facit saltus) y el principio de autoridad (o magister dixit). El principio de continuidad supone la uniformidad de la naturaleza, pero también se proyecta en las ciencias humanas y, en general, en nuestra manera de razonar en numerosas situaciones cotidianas, incluyendo las relaciones laborales que se establecen entre personas y estamentos. Podríamos aceptar como expresión general del principio de continuidad la de la epistemología, a saber, que en los procesos naturales el futuro se conforma siempre con el pasado (aunque por motivos diferentes, Leibnitz, Hume y Kant mantienen o indagan este principio). Algunas particularizaciones del principio son las de la termodinámica (la cantidad de energía es la misma al principio y al final de una reacción), la biología (entre las especies naturales hay suaves gradaciones y no cambios bruscos, como constata ya Aristóteles y asume Darwin) la economía (Marshall integra el principio de continuidad en la formulación neoclásica de la economía) o la psicología (la ley de la continuidad perceptiva de la Gestalt).

El principio de autoridad supone que la verdad de un enunciado depende de su asunción previa por uno o varios especialistas en la materia (a los que damos implícitamente nuestro consentimiento, de modo parecido al “poder” que delegamos en un representante político a través del voto) y, subsecuentemente, de la solidificación del enunciado dentro de una tradición de conocimiento. Atención: sin principio de autoridad no hay posible transmisión del saber, puesto que el niño lo asume cuando cree sin preguntar y defiende ante sus amigos lo que le dice el padre (formándose así las primeras opiniones sobre el mundo), cuando el alumno cree la explicación del maestro o cuando leemos una enciclopedia o escuchamos una entrevista con un científico. Ahora bien, el principio de autoridad no siempre va acompañado de una exigencia de rigor demostrativo. Es más, con frecuencia excluye la demanda de tal rigor. En la Edad Media y los albores del Renacimiento, la autoridad de Aristóteles eximía a los escolásticos, o eso creían ellos, de la necesidad de demostrar sus ideas. Esta exención llegaba a tener incluso un carácter formal; en otras palabras: afirmar que algo había sido aceptado por Aristóteles equivalía, en la práctica de la docencia, a negar la posibilidad lógica de que pudiera aceptarse lo contrario. Así, un principio esencial para la pervivencia del saber se pervierte y puede resultar nefasto cuando se invierten sus términos, alterándose entonces su fundamentación. Se produce así una falacia. La falacia del principio de autoridad es ésta: la autoridad no deriva de la capacidad de demostración del sujeto; antes al contrario, una idea o concepto se demuestran por el procedimiento de encontrar una autoridad que los avalen. Las reinvindicaciones del amateurismo como fuente de la creatividad y del avance, las demandas de no especialización o la idea foucaultiana acerca de los que no “estan en la verdad” de la época tienen que ver con la no aceptación de la inversión, a veces inconsciente, otras absolutamente premeditada, del principio de autoridad.

A destacar que el principio de autoridad no atañe a las cosas, sino a las opiniones sobre las cosas. En tanto principio de “continuidad”, proyecta sobre la naturaleza, la sociedad o los procesos psíquicos la idea de una estructura duradera y estable cuya conservación equivale, absolutamente, a la conservación de las propias leyes naturales. El principio de autoridad nada dice sobre el “objeto” de la autoridad. Sólo apela a la reproducción de la estructura del conocimiento dominante a través de la autoridad. En términos foucaultianos el principio de autoridad es un principio sobrevenido, esto es, externalista.

 

Las dos culturas y la epistemología naturalizada

Las “dos culturas” a las que Charles P. Snow dedicó su conocido libro proponen ambas un conjunto de saberes, de materias, investidas históricamente por el principio de autoridad; son cómplices, pues, en eso: el saber científico-natural, con la matemática como tronco, según la metáfora arbórea, y el saber lingüístico-literario, en el que se satisfaría idealmente la necesidad emocional del ser humano. Este esquema no cuestiona la división renacentista entre conocimiento e imaginación, entre inventar y fantasear, entre la vigilia pragmática, epistemológicamente hablando, y el sueño ficticio e inverosímil: la oratoria y la poesía causaban a Descartes placer, pero sólo la matemática le proporcionaba la “confianza” que necesitaba, a causa de la “evidencia de sus razones”.

La escuela contemporánea, y la organización disciplinaria y departamental subsiguiente, asume los anteriores postulados. Al presentar determinadas materias bajo el manto de la necesidad (de acuerdo con el principio de continuidad), se confiere a esas materias un estatus superior, de tipo “constitutivo”. El peso de los departamentos se ordena por referencia a esta distribución arcaica y es frecuente leer en tratados pedagógicos (sobre todo en los de determinada línea, autodenominada “antipedagógica”) que la escuela, en lo que tiene de formativo, sólo tiene tres pilares: la letra, el número y la buena educación.

Por otro lado, puede constatarse que la estructura de los currículos apenas ha cambiado, por lo que hace a los ejes troncales de los mismos, en las últimas décadas. Con pocas excepciones, se enseñan las mismas asignaturas fundamentales que recibía un alumno de bachillerato de hace treinta años, religión incluída. Cierto es que ha habido algunos cambios, y tímidas apariciones de nuevas materias y espacios de optatividad (integrados en cualquier caso en estructuras departamentales rígidas, invariantes y no discutidas), pero estos espacios continuan considerándose, por parte de la mayoría de profesores -y alumnos-, como de extrema superficialidad y tangencialidad en relación con las materias “importantes” En el discurso de poder que nos ocupa, las materias toman forma de asignaturas cerradas e independientes, algunas de las cuales han sedimentado un privilegio histórico que las hace aparecer como materias de primer orden porque, sancionando -como se ha explicado- una superestructura epistemológica ya anciana, han utilizado esa “naturalización” como instrumento de presión y organización didáctica, e incluso política, en los centros educativos.

[Continuará]

6 comments

  1. Linda Castañeda -

    Cada vez que veo eso de que la escuela «sólo tiene tres pilares: la letra, el número y la buena educación»… pienso en:
    …»escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles»…
    (Art 366 de la constitución de 1812). Lo aprendí de memoria en la carrera y lo uso como ejemplo delo que significa educación básica y de cómo cambia contextualmente, y de cómo debe ser visionario en el tiempo en el que se enmarca… no en vano la educación es una apuesta de futuro.
    Ahora bien, cuando los panfletos «anti» me lo recuerdan, pienso en cómo algo TAN absolutamente revolucionario y visionario en su tiempo, sigue siendo esgrimido para anclar a la escuela y a sus participantes en una visión solidificada de lo que es aprender, enseñar y valioso de aprender y enseñar.
    Igual es que aprender historia no les sirvió para nada. Así nos luce el pelo.

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  3. Francesc Llorens -

    Qué casualidad que hoy he asistido a una conferencia sobre Xàtiva y la Pepa. Y qué casualidad que esos artículos, antaño revolucionarios, sigan, como bien dices, pareciéndose tanto a lo que propugnan unos, y a lo que parece que va a llamar Educación Cívica y Constitucional de otros.

  4. Jordi -

    Desde que leí alguas cosas sobre las metáforas que estñan en la base del lenguaje cotidiano (Lakoff, etc.) siempre que veo la palabra «materia» referida a conocimientos un escalofrío me recorre la espalda y pienso «ya estamos otra vez» 🙂 ¿Algún día veremos el conocimiento, especialmente el curricular, pensado y expresado como un proceso, una actividad y no como una «cosa poseida»? No es extraño que lo «cosifiquemos», sobre todo si el lenguaje con el que lo pensamos y expresamos proviene de su asimilación a la materia. Yo no «imparto materias», intento hacer pensar.

    Desde este paradigma, «autoridad» es el que «posee» conocimiento. Si es suyo, puede hacer lo que quiera con él, por ejemplo, sustraernos de su disfrute. Pero, ¿qué pasa cuando se expresa? Entonces solo posee autoridad si se la reconocemos a posteriori, porque su posesión ya es nuestra y podemos cambiarla, modificarla y compartirla. ¿La «autoridad» es la capacidad para generar nuevas ideas?

    Pero todo esto son majaderías. No me hagais caso.

    Jordi.

  5. Francesc Llorens -

    ¿Por qué no? Toda reflexión conducente a descosificar lo que naturalmente es un proceso es excelente. Además, me sugiere tu comentario otro discurso escondido, que no he considerado, y quizás ahora deba hacerlo: la idea de los contenidos como propiedad y, correlativamente, el conocimiento como propiedad.

  6. Tere Plana -

    Yo, que de «la materia» se poco. Voy desprendiendo cuanto puedo para que puedan y quieran aprehender. Voy bien?

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