La máquina nefelibata. Parálisis por desbordamiento y apagado epistemológico

La máquina como espectáculo: lo sublime-tecnológico

La tecnología ya no puede ser analizada, punto de vista que siempre he creído simplista, como un medio de resolución de problemas. Ni siquiera contraponiendo este planteamiento al de la tecnología como telos, como finalidad, diseñando entonces un enemigo a medida al el que es fácil atacar. No hay comprensión posible del fenómeno postecnológico si no se considera su carácter “espectacular” (cuya lógica es autónoma), su capacidad para extender infinitamente el valor o utilidad marginal del símbolo, mediante más símbolos, más versiones y más funciones tecnológicas, consumiendo incluso la posibilidad de teorías futuras al agotar la hipótesis del cyborg en esa especie de fusión fría llamada Singularidad.

La dimensión-espectáculo de los objetos toma hoy la forma del gigantismo de los datos y las interacciones virtuales: el big data es la representación en cifras de nuestra socialidad. Somos sociales, no tanto por nuestra esencia (nuestra ontología), como por la aceleración de nuestras producciones. También lo somos porque, en palabras de Baudrillard, somos solicitados a existir hasta la extenuación. Así, la obsolescencia física es constantemente contrarrestada y desmentida por un un casi imposible apagado digital. El coste  epistemológico y social del suicidio virtual es inasumible para el sujeto. Quizás incluso haya quien prefiera morir físicamente, a condición de legar sus deseos a la virtualidad en la app “If I die” de Facebook.

Esta dimensión de lo postecnológico, que supera con creces la escala biológica, sólo puede entenderse en términos de desbordamiento de las funciones racionales, esto es, de las capacidades típicamente humanas, tanto las corporales como las intelectuales. Este es el modo en que Kant habla de lo sublime. La imagen de un individuo arrebatado por la fuerza de la naturaleza, frecuente en el romanticismo pictórico alemán, es ahora la imagen del avatar digital desbordado, atónito e incluso paralizado por la potencia del medio. Sólo alcanzamos a callar ante el único concepto posible, filosóficamente hablando: el de lo “inconmensurable”. De aquí surge el slogan repetitivo: estamos ante una revolución sin sujetos y sin campo. Una revolución en off, un “efecto” permanente de revolución. Este es el nuevo milenarismo, que se visibiliza en la producción de metadiscursos sobre el cambio, mucho más seductores que cualquier cambio posible (dado que un cambio real nos obligaría a reposicionarnos frente a la historia). Cuando, en tanto sujetos, nos vemos sobrepasados por herramientas y posibilidades visulumbradas, sólo queda repetir, retuitear, que “algo va a pasar”, como en el relato magistral de Heinrich Böll. En ausencia de capacidad para controlar los acontemientos, no hacemos más que producirlos por anticipado en la repetición ahistórica y cotorril del modelo de producción de acontecimientos.

Planteamiento que bien pudiera conducir a la parálisis por desbordamiento, al no-hacer por la enorme obsolescencia de lo que se hace. Una especie de «síndrome del quemado» del conocimiento.

 

Prevenir el “apagado epistemológico”

Si bien una gran corporación industrial puede predecir la obsolescencia de sus productos y su efecto en el consumo, es mucho más dificil predecir la obsolescencia epistemológica y el grado en que ésta puede afectar a las decisiones futuras de los individuos. A fuerza de promover la obsolescencia técnica podemos acabar sumiendo al individuo en una suerte de muerte epistemológica, frustración por el hecho de que sus conocimientos sólo valen de manera muy limitada y en situaciones muy concretas. La única salida entonces pasa por dominar la variabilidad, la inconstancia y las heurísticas decisorias apoyadas en conocimiento parcial. Lógicas difusas. Gestionar la incertidumbre, o tratar de recuperar una racionalidad no excluyente, a igual distancia del utopismo ingenuo que del realismo conservador.

En un sistema educativo sacudido por la ideología política deberíamos apostar individualmente por un conocimiento arbóreo (presente en culturas ancestrales, como la celta) y anarquista, fundado en la prueba-error permanentes y en la ausencia de un corpus teórico que respalde certeramente nuestras prácticas. Se esperaría así salir del conservadurismo de la legitimación por los hechos (‘dado que x es así, no hay manera de actuar fuera de la órbita de x’), pues los hechos no tienen un poder de atracción gravitacional inquebrantable. Pero sin caer tampoco en la idea de que basta con producir discursos sobre el cambio para que, si las personas cierran los ojos, se concentran y gritan emocionadas que todo ha cambiado, algo haya, en realidad, cambiado. Si el primer caso nos convierte en piedras, el segundo puede convertirnos en islas. Ambos son objetos inertes. Y aunque muchas islas juntas forman un archipiélago, el agua sigue rodeándolas por completo.

En la medida en que la tecnologia haya de ser constitutiva, y no un simple instrumento-medio, de una eternamente anunciada revolución educativa, habrá que resolver problemas no tecnológicos, antes de que aquélla venga a mejorar, no sólo nuestro aprendizaje, sino fundamentalmente nuestra actitud ante el aprendizaje y su integración en la vida cotidiana como un hecho natural y permanente, no exógeno. Me temo, pues, que la vía adecuada para inculcar las TIC en la educación no sea dirigir los esfuerzos hacia la formación en medios, o el apostolado con razones convincentes, sino hacer “sentir” el enorme desequilibrio y la gran brecha epistemológica que genera su ausencia en la vida de cada uno cuando no son integradas en ella. ¿Tenemos «derecho», pues, a sustraer de la educación de los alumnos este paradigma constitutivo? Mi respuesta es: radicalmente no. Y este «no» no es metodológico, ni simplemente conceptual. Es un NO ético. Pero ello exige haber recorrido previamente un camino que supone un análisis y comprensión críticos: un viaje que es fundamentalmente introspectivo. La escalera se tira cuando se sube por ella, no antes. Pues la capacidad de las tecnologías para hacernos críticos es a priori, a mi juicio, la misma que para hacernos bobos. Luego todo depende del “estado anterior”, igual que con las reacciones químicas.

Me aburren hasta saciarme los discursos sobre la efectividad o inefectividad de la tecnología en el aprendizaje. Creo humildemente que ésa no es la cuestión. Además, es una cuestión enormemente sensible a los intereses y al «sistema de medida» utilizado para refrendar o rebatir esa relación. Debemos pensar la tecnología, no como un catalizador, sino como un elemento constituyente de la vida, que es preciso gestionar igual que se gestionan las relaciones sociales, profesionales y familiares. Si nos educamos en respeto, nos debemos educar en el uso respetable de la tecnología. Ello implica actitudes profundas, en sí mismas poco vinculadas a la tecnología, o a maravillosas transformaciones de nuestro cerebro y nuestras capacidades de adaptación. Reivindico una inyección de filosofía en el discurso tecnológico. De filosofía de verdad. No de eslóganes traídos por los pelos: acelerar por acelerar, usar por usar, como comprar por comprar, son sólo formas “espectaculares” de amnesia.

5 comments

  1. Jaime Alejandro Rodriguez -

    Me gustaría que leyeras el post de mi Blog: nomadasyrebeldes.net, titulado: «¿Hay lugar todavía para lo sublime?»:

    http://wp.me/pdl46-na

    • Francesc Llorens -

      Muy buen post. Y, efectivamente, la inteligencia colectiva es una de las formas que podría tomar hoy lo sublime. Aunque la estupidez colectiva es otra. Me gusta la idea de veneno y analgésico que podría atribuirse a la tecnología. Es necesario investigar las relaciones entre el simple embobamiento y la suspensión del juicio por desbordamiento y la suspensión del juicio meramente escéptica o Epojé.

  2. Silvana -

    Gracias por la información sobre el libro. Te estoy siguiendo en twitter, el mío es @LicPeriodismUNR

    Saludos.
    Silvana

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