El pensamiento dicotómico. Una reflexión sin un final (y ii)

Lo otro que la dicotomía: el tercero excluido

A algunas personas no les gusta mirar el mundo a través de esquemas. Prefieren la complejidad a la simplicidad, aunque las cosas aparezcan menos claras, menos nítidas, en este paradigma polivalente de la hipercomplejidad de la naturaleza, o quizás por eso mismo. Algunos personajes platónicos eran así, eran unos borrachos metafísicos, estaban locos, eran poetastros que ponían en peligro la eticidad del Estado. Debían ser expulsados de la Ciudad, y lo fueron. Pero se colaban una y otra vez por la puerta falsa para recordarle al maestro Platón que entre toda dualidad se introduce un tercero en discordia, un parásito, en virtud del cual la propia dualidad es concebida como oposición y enajenada de su otro polo. Algún copulador maléfico debía violar al Día para engendrar la Noche. Un Ángel Caído debía representar la pugna entre el Cielo y el Infierno. No hay contendientes sin objeto ni espacio de contienda.

Introducir un tercer valor de verdad complica en un grado considerable las combinaciones numéricas, alianzas y adulterios de los números, las leyes de la naturaleza y las de los hombres. En efecto, desde que el pensamiento dualista iniciara su periplo histórico, una conspiración soterrada y destructora comenzó a fraguarse en paralelo, como para mitigar aquel efecto naturalizador del dígito y su vocación de estructura metafísica universal. La propia lógica binaria contempla entre sus axiomas uno, el del tercero excluido, que, bien que no se formula recurriendo a una tercera variable (estrictamente hablando, una metavariable), ya de por sí ostenta un título preocupante que le hace merecer el calificativo de principio nefasto. Toda alternativa ha de ser o no ser. No es posible un tercer valor de verdad. Eso es lo que afirma este principio díscolo. Esta exclusión del “tercero”, esta voluntad lógica de anatemizar todo valor intermedio entre la verdad y la falsedad (o “fuera” de la verdad y la falsedad) tiene gran enjundia metafísica: ¿es que el pensamiento occidental que, presumían sus fundamentadores racionalistas, se había construido sobre la exclusión del Otro, en realidad lo había hecho sobre la exclusión de alguien que no era ni el Uno, ni el Otro, sino un Tercero?

Al decir de quienes han padecido los avatares implacables del pensamiento dicotómico, así ha sido. El pensamiento binario es en la moral histórica el horizonte secreto de quienes creen que el mundo está polarizado y, por lo tanto, que quien no es bueno es necesariamente malo. El caso es que este esquema de razonamiento no se limita al ámbito de los valores. En ciencia abundaron los comportamientos que, disfrazados de asepsia físico-matemática, manifestaban idéntico desdén hacia la naturaleza, la hacían estúpida, la reducían a procesos deterministas o finalistas, a mecanicismo puro y duro o a teleologismo no menos audaz. Hemos tardado más de veinte siglos en delatar el pensamiento dicotómico como un efecto de código, como la retrospección de un particular código representativo sobre el mundo en todas sus dimensiones. Grandes filósofos trataron de derivar la moral, la justicia y la belleza de axiomas lógicos.

 

Ni sí, ni no, sino todo lo contrario

A lo largo del recién cerrado siglo XX se fue instituyendo en muchas áreas de conocimiento, contra el oficialismo dicotómico, un pensamiento de resistencia, polivalente, antireduccionista, dedicado tan ferreamente a delatar los excesos históricos del binarismo cuanto a elaborar por su cuenta y riesgo una epistemología diferente, una escritura diferente del mundo. Desde la revolución promovida en la física atómica por el principio de incertidumbre, hasta la teoría de las catástrofes y la fractalidad dimensional, todo un espectro de saberes parece haber llegado a la conclusión de que, tras mostrarse dos mil años esquiva con nosotros, a la naturaleza le habría dado finalmente por desvelarnos, si no sus principios reguladores, sí sus interioridades, su “lógica”. Y, para asombro de sus investigadores, esas interioridades revelaban un mundo ajeno por completo al reduccionismo binario, un mundo en el cual las regularidades describibles mediante dos variables discretas son bastiones aislados, excepciones más que reglas. Un mundo en el que la generación del caos y la impredictibilidad es consustancial a la producción de instrumentos y métodos de observación, en el que las leyes son regionales, no universales, y en el que de la no observación del “otro” no puede inferirse su no existencia. Mundo en el que el estado “visible” de los fenómenos no es garantía de su regularidad, en el que no sabemos qué hacen las cosas cuando no las vemos, en el que el lenguaje es altamente engañador y el cerebro radicalmente desespecializado en las percepciones, a la vez que desorbidatamente complejo en la constitución y almacenamiento de la información empírica.

También las ciencias sociales experimentaron una reorientación de sus epistemologías en la dirección de una rotura de dogmas y certidumbres, lejos ya de planteamientos maniqueos sobre la verdad, la identidad del cuerpo y el género, las razas dominanes y la configuración de patrones culturales superiores. Así, parecería que el binarismo, el reduccionismo lógico-científico y sus excrecencias culturales habrían sido definitivamente dados por muertos, declarados desaparecidos del universo intelectual de Occidente: todo el mundo comenzaba a hablar de trilateralidad o multilateralidad, ya no de bilateralidad, de universos, no de bloques, de coexistencia, no de oposición. Pero…

 

Cibernética ¿Un nuevo naturalismo binario?

Desde el nuevo imperio digital, que el periodismo acuñó en los años 70 del siglo XX como un milagro llamado “Silicon Valley”, se ha constituído, amenazante y dulce, una nueva obsesión que esta vez se camufla, no en el follaje parduzco y medio seco de la liberacion final del sujeto a través de la tecnología, no en las ideas abstractas, los metarrelatos antiguos sobre la sociedad moralizada, sino en el principio de la operativización absoluta, la optimización de la transmisión eléctrica sobre circuitos tecnológicos, pero también vitales, el “rendimiento” a escala planetaria en tanto valor intrínseco. Esta nueva obsesión, cuya consecuencia ha sido la producción de un doblaje aumentado del mundo —agotado ya el carácter generador de plusvalía de la propia naturaleza—, ha encontrado su referente y su escondite en los superconductores y las microunidades de almacenamiento. El hombre se alteriza en la máquina, sale fuera de sí pero vuelve a sí, pues recae infinitamente en la fase del espejo. Sólo ello explica la fascinación de nuestra cultura por los efectos especiales y, en particular, por la sociedad americana, que no es sino un gigantesco efecto especial. El nuevo referente de la explotación, la hipermachina, re-presenta ahora a toda velocidad un universo similar en todo al original, pero gaseoso y en constante reorganización, lo que añade la acaso aún precipitada ventaja de promover la desidentificación del sujeto y su reconstrucción y reorganización en tiempo real en un lugar muy alejado de sí mismo.

El único problema que presenta esta neofundamentación que, por otra parte, encarna y repite seducciones del pasado (Platón o Leonardo personifican el espíritu de un “eros” que debe ser estrictamente entendido como fascinación poiética, productivo, como voluntad de engendrar lo que se ama, de reproducir lo que se venera; eso es lo que pedimos hoy a la realidad digital, que no cese en la producción de conexiones, para que no cese la vida) es que el flujo de información, este nuevo éter del mundo digital, el medio, en sentido macluhaniando, está constituido, pásmense, por BINARISMO. Ceros y unos. Pensamiento puro. Pure thinking. La presente “virtualidad real” que se extiende en metaversos de información inasumibles para el sujeto, imparable y aséptica, “natural” en el sentido del humanismo proteico renacentista, sustraida a su propia crítica y a la crítica, inofensiva hoy, del pensamiento identificante, es DICOTÓMICA hasta la médula.

¿Es en realidad la historia un auténtico trabajo de Sísifo del pensamiento?

Una reflexión sin un final.