La soledad metafísica (más allá de la soledad física y virtual)

Anteayer leí dos blogposts (*), muy buenos ambos, sobre la soledad en los tiempos que corren. Tenían ópticas diferentes. Uno hablaba de la soledad física inducida por los dispositivos tecnológicos en las personas, a partir de la observación de una sala de espera de un aeropuerto. El otro consideraba más frontalmente la cuestión de las relaciones virtuales y ofrecía un punto de vista positivo sobre ellas. Afirmaba que enriquecen las presenciales, y viceversa. La motivación de fondo de ambos artículos, creo, era la voluntad de reflexionar sobre la influencia de las tecnologías móviles en las relaciones de vecindad física entre seres humanos. Uno hacía énfasis en la distancia y otro en la proximidad. Sin duda los dos tienen su razón y sus razones.

Si asumimos la distinción físico/virtual, y es sólo una asunción, el análisis es más fácil: tratamos de proyectar en la virtualidad un modelo de relación humana heredado del “fisicalismo”. En general, procedemos antropomórficamente cada vez que se descubren nuevas implicaciones de las tecnologías virtuales para con los comportamientos humanos. Así, en la red se reproducen las metáforas de la sociedad convencional: hay amigos, círculos, nos “gustan” las cosas que dicen esas personas, compartimos, repetimos, voceamos las experiencias agradables… Esta socialidad virtual aparece un tanto edulcorada con respecto a la física, pues las plataformas, al menos las masivas y formalmente hablando, tratan de ocultar lo desagradable de las relaciones físicas (al no prestar soporte, por ejemplo, a comportamientos de rechazo, queja o crítica). El plano formal impone normas al discurso. Esto no debería obviarse en un análisis en profundidad.

Solemos proceder así: escogemos como modelo de comparación el físico. A partir de ahí, ponemos el énfasis en aquellas cosas que se “ajustan” o se “desajustan” con respecto al modelo: avatares retocados, frases redichas, socialidad forzada, conversaciones superficiales, intercambios estúpidos, intenciones ocultas… De todo esto se acusa a las relaciones virtuales, al compararlas con sus homólogas físicas. Componemos entonces una antropología de lo virtual, valga la expresión, “desvirtualizada”, lo que no deja de ser en cierto modo falaz, pues si hemos asumido la distancia entre lo físico y lo virtual no parece razonable pretender medir lo segundo por lo primero. A modo de ejercicio, sugeriría invertir el procedimiento: tomar la virtualidad como modelo y medir la desviación de las relaciones físicas con respecto a ella. A mí, que estoy lejos de ser un sociópata, me sale esto: la gran mayoría de las personas con que me relaciono a diario me son desconocidas. No tengo ni tiempo, ni voluntad, de conocerlas mejor. Además, si lo intentara, sería tachado de loco. Las relaciones físicas tienen su tempo y son enormemente contextuales. Puedo enviar un mensaje a las dos de la mañana a un amigo virtual y si está conectado quizás hablemos un rato. Sería absurdo llamar a esas horas a un amigo físico, de no ser por una excepción, aunque supiese que está despierto. Por otro lado, con dispositivos o sin dispositivos, tengo para mí que el pelmazo del asiento de al lado lo seguirá siendo en autobuses, aeropuertos y hospitales. Pero también que los ojos de mis amigos físicos, con quienes ahora mismo comparto mesa, siguen siendo los ojos en los que los míos se reconocen cada vez que levanto la mirada de mi dispositivo.

La anterior interpretación sugiere situarse en dos puntos de vista, el físico y el virtual, y razonar desde cada uno de ellos el contrario. Supone, como he dicho, asumir la distinción entre un conjunto de relaciones personales basadas en la presencia física y un conjunto de relaciones basadas en la mediacion de un dispositivo. Si no asumimos la distinción físico-virtual y consideramos ambos como una suerte de continuum, la cuestión se complica, pero se vuelve quizás más interesante. Pero yo quiero llevar ahora el análisis a otro plano, el plano filosófico.

 

*     *     *

 

Yo creo que la soledad, como concepto, no tiene nada que ver, en primera instancia, ni con su supesto opuesto: la sociedad de personas en idílica comunicación, ni con su supuesto sustituto: las relaciones virtuales en el marco de redes conversacionales de intereses. Como siempre, la adjetivación, y no la advocación, es la que marca la diferencia. Por el contrario, creo que la auténtica soledad es de tipo meta-metafísico: compete a cómo son percibidas por el individuo las relaciones que su conciencia mantiene con sus semejantes; y con sus otros (dicho de otro modo: aquellos entre los cuales uno se piensa Uno y aquellos entre los cuales uno se piensa Otro. El extranjero, por ejemplo, era en la antigüedad clásica un “solitario lingüístico” y esta soledad lingüística es la primera forma de soledad, aún hoy, en los fenómenos de emigración).

Aunque aceptemos que la evolución de la sociedad y la tecnología nos aisla, nos comprime —al generar territorios, espacios y nodos de relaciones que se vuelven humanamente inabarcables; esta es una de las bases de la alienación existencialista—, eso no significa necesariamente que produzca en nosotros “soledad”. De nuevo, el antropomorfismo nos lleva a identificar con ligereza la soledad con la ausencia de estímulos en un contexto cercano. Pero, si soy capaz de concebirme como Uno en un contexto distante, seguramente no me percibiré como solo, aunque ese contexto esté basado en bits y lo pueblen palabras emitidas a miles de kilómetros y en otros husos horarios, y me lleguen con retraso, o adelanto.

El pensamiento, cuando se piensa a sí mismo, es una función de la oscuridad, venía a decir Hegel al hablar de la Filosofía. Las metáforas habituales nos presentan a la soledad junto al silencio, la noche, la oscuridad y la senilidad (no es fácil atribuir “soledad” a esas autofotos adolescentes con la lengua fuera y un vaso de alcohol en la mano). En cambio, el búho de Minerva sólo emprende su vuelo al atardecer. La Filosofía misma es, desvelaba Xavier Zubiri en su ya cásica conferencia Hegel y el problema metafísico, pronunciada en 1931, un producto de la soledad decana. Pero, por extraño que parezca, esa soledad es la más autoconsciente de todas. Precisamente porque ha concluido su curso, su proceso, porque ha cerrado el círculo, es la soledad del pensamiento que no se produce sino cuando el Otro está más presente para uno mismo. Así las cosas, la soledad no sólo es un valor en sí, lo es en la historia, en la literatura y en la filosofía. Pienso en los anacoretas, el estoicismo, la mística, el genio creador y torremarfilesco de Descartes, la herboristeria en el Rousseau demenciado, las contemplaciones de la naturaleza en el Romanticismo, la introspección como metodología, las literaturas “mentales” (Peter Handke, por ejemplo) las formas de renuncia a la sociedad tecnológica o neoarcaísmos…, y una retahíla de manifestaciones de la soledad inseparables, paradójicamente, de la configuración de una conciencia comprometida.

San Agustín se refería a la conciencia como palabra mental o “palabra del hombre que no pertenece a lengua alguna”. Ese lugar radicalmente individual es, sin embargo, tanto para él como para Santo Tomás —quien lo traducirá como “verbo mental”—, la posibilidad misma de la comunidad humana, pues sin ella, dice Agustín de Hipona, sería peor la convivencia que cualquier soledad.

En la conciencia radica la soledad como representación del Otro y no, como podría pensarse en un primer momento, como representación de uno mismo. La soledad metafísica es la condición de la socialidad, así como el silencio —en el que, sentenciaba Félix de Azúa, está todo por decir—, es la condición del lenguaje. En esta soledad idílica todo está comprendido. No puedes beber mi té si antes no has vaciado tu taza, asevera un proverbio tibetano —una parte del Tao que es, recordémoslo, aquello que nombra lo “que no se puede pronunciar”. En otras palabras: aquello que nombra lo eternamente solo—.

________________________________

(*) ‘Solos‘, de David Jiménez (@DavidJimenezTW) y ‘La soledad digital en tiempos de Twitter‘, de Tíscar Lara (@tiscar)

3 comments

  1. Iva_63 -

    No conocía tu blog, pero intercambiando algún tuit estos días atrás acerca de la soledad supe que preparabas esta entrada. Tenía ganas de leerla y Una reflexión muy concienzuda y trabajada, te felicito.
    Yo creo que hay tantas formas de ver la dicotomía entre soledad física y virtual como tipos de personas y de circunstancias personales. Supongo que para una persona realmente sociable, la comunicación virtual es sólo una prolongación de la real, mientras que habrá un buen número de personas cuya vida social se base casi solamente en las relaciones virtuales. Ojalá no tengan que recurrir a ellas cuando necesiten una mano que apretar… no confío mucho en ello.
    Saludos,
    Izaskun

    • Francesc Llorens -

      Muchas gracias, Izaskun, por tu comentario. Estoy de acuerdo. En definitiva, la autoconciencia de los demás es lo que nos hace percibirnos como solos o no solos. Una persona sociable es así, consciente de que su constitución como persona «pasa» por los demás. El que cree que no necesita a nadie, por el contrario, no se percibe jamás como Uno en el Otro 🙂
      Un abrazo.

  2. salvaoret (Salvador Barrientos) -

    Interesante la diferencia que planteas entre relación física y virtual. Cada una tiene sus reglas, como bien dices. La red puede ser un remedio a la soledad física, aquella que acompaña a los que están solos en casa habitualmente y que no interactúan continuamente. Y, evidentemente, para que haya interacción virtual, es necesario un cierto aislamiento: en situaciones de convivencia social física, lo virtual puede devenir superfluo o inconveniente, más allá de dejar algún rastro en la red (como subir a Twitter una foto acabada de tomar). Creo que el tema tiene potencial para el estudio: la socialización virtual. Nos leemos.

Comments are closed.