¿Sociedad de la información? No. Sociedad “informatizada”, investida de información, obligada a existir en tanto red de intercambio informacional. Hombre informatizado, obligado a existir en tanto nodo. Sociedad acelerada en la que los simulacros, los signos, preceden radicalmente, sustituyéndola, a la realidad, como en la biblioteca de Babel de Borges, cuya extensión acaba correspondiéndose con la del universo entero.
Los signos se presentan y proyectan por doquier; sólo hay signos, sólo hay “marcas”, inscripciones, estrategias vacuas de lo que no existe. El umbral informacional (los 7±2 “trozos” informacionales absorbibles de Miller) quedaría ridiculizado por el poder acumulador y organizador de las herramientas virtuales, por el entramado hipostático que rodea al individuo integrado con sus tecnologías. La tecnología, más allá de su función amplificadora, cumple una función integral. Esta integración faculta al sujeto para trascender su dimensión biológica, dado que funciona como extensora de las antiguas y desusadas bibliotecas, permitiendo al hombre salir “fuera de sí” y trascender tentacularmente su ínfima capacidad de proceso y control (cada ojo humano, por ejemplo, posee una resolución no mayor de 5 megapíxeles).
La sustitucion de lo biológico por lo sígnico, pues de eso se trata en el fondo, entraña la suspensión del Hombre Universal, decretado en el Renacimiento. En el lugar de un hombre idéntico a sí mismo hallamos ahora la mutabilidad de un Proteo, o el juego de mascaradas de Circe. Rendidas las fronteras entre la biología y el signo, toda antropología convencional queda interrumpida y el hombre ya no es singular o universal más que por referencia al objeto informativo, o al principio de realidad informacional, que es el que ha obrado esa disolución. Abolición, pues, en primera instancia, de la metafísica tradicional basada en la re-presentación y la primacía del sujeto sobre el objeto. Desplazamiento, deslizamiento del hombre hacia el territorio inverso de la metafísica de los signos, la que abre la puerta a la tecnología y al androide como nuevo referente.
Somos tanto seres biológico cuanto enormes máquinas amplificadas (la palabra de moda es “aumentadas”), cuanto ninguna de estas cosas. Desde fines de los años 70 el mundo del cómic escenificó a la perfección el desplazamiento de la era del “humanismo industrial” a la del “automatismo postindustrial”: diseño y reinvindicación de un espacio urbano, hiperbarroco, saturado de signos. High Tech de la representación. Alta tecnología, sofisticación, hiperrealidad de la técnica, que dejaba de ser analizada en términos políticos –franckfurtianos- como identificante. Invasión del espacio natural, de la biología desnuda, por la maquinaria, la escafandra, los sistemas artificiales de transporte, envío, carga, manutención, gestión. Todas las operaciones básicas del mantenimiento social y cultural devienen mediatizadas por el nuevo principio de realidad que es, a la vez, un principio de irrealidad.
En el presente, este hombre investido con los signos de lo tecnológico se ha arquetipizado, como ha ocurrido con la noción de hombre en cada momento histórico. Sin embargo, en esta ocasión el arquetipo, desde el punto de vista filosófico, no se define por una Presencia, por un rasgo metafísico esencial (que permitiría la ficción de pensarlo y recuperarlo en una novedosa y finalmente visible “naturaleza”) sino justamente por una Ausencia o pérdida absoluta de los anclajes y las referencias históricas de su yo trascendente (eso que se denominan “metarrelatos” legitimadores). El hombre ha quedado solo, con el sólo signo de su cuerpo. Y esta no-naturaleza se deconstruye y reconstruye de modo recurrente a través del residuo de yoidad, de self, residuo sin importancia, sin trascendencia, que no es moral ni amoral, que simplemente es una, en términos de Eugenio Trías, “trascendencia vacía” y que, precisamente por no ser nada, lo es potencialmente todo. Como el autómata.
Hay que reconsiderar el carácter de este hombre. Sobre todo hay que eludir la ilusión, producida por la metafísica occidental, de una pérdida irreparable. No se puede perder lo que no existe y, si se pudiese, se trataría de la pérdida, como Nietzsche notó, de una ficción y su sustitución por otra. Condenados a la ficción del signo, los autómatas de la era postecnológica, aquella en la que todas las operaciones conscientes, incluidas las estructuras lógicas de decisión, quedarán en manos de aplicaciones, se mezclarán con sus creadores demostrando finalmente que son, sin más, el producto autónomo de un sujeto que jamás existió.
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